domingo, 28 de diciembre de 2014

100 gramos

El olor la tomó desprevenida. Seperteante escaló por su cuerpo y terminó puro en sus fosas nasales. ¿Era eso? ¿Era el olor?
En Oplaca el olor nunca sorprende, siempre confundiéndose todos los aromas posibles en uno, volviéndose una uniforme masa de fragancia única. Fragancia que muchos denominarían hedor. Por eso, lo olores ahí no sorprendían. Los olores ahí no eran nada y eran el todo que llenaba los días. Tanto los llenaba que justo ahora cuando ella no percibió ninguno, su cerebro activó con inmediatez una alarma de desconocimiento y que la obligó subconscientemente a retroceder.
Por que en Oplaca nunca nada olía a nada.
Obvio que era de esperarse, ella ya sabía que se enfrentaría a diversos inconvenientes. Al fin y al cabo, con sus catorce años, era su primera vez fuera de Oplaca.
Sus vacilantes pasos reculativos causaron un encuentro entre espalda y pecho, y una catarata naranja de sonido mudo.
-Pe... perdón.
Sin embargo la respuesta fue una sonrisa comprensiva.
-NO te preocupes. ¿Primera vez?- su mirada extrañada le contestó por ella. Juntaba sus mandarinas y le hablaba al mismo tiempo- yo estaba igual la primera vez que llegué. Siempre es sorprendente el no-olor. ¿Me ayudás? Cada vez vienen más grandes estas cosas, antes por lo menos las podía agarrar con la mano, ahora son del tamaño de mi cabeza, y seguramente el año que viene serán el doble...
Mientras su boca vomitaba voces, los ojos de ella se concentraban en su apariencia.
Largo, como un fideo. Amarillo, celeste. Pero había algo.
Su ropa, juntada. Su ropa tenía tajos, pero estaban unidos.
-Disculpa- dijo, seguramente interrumpiendo su desbordante catarata de expresiones- tu ropa. ¿Qué le pasó?
Y, ¿Qué le pasaba a ella, que le hablaba tan despreocupadamente? Ella rehuía de la gente, no le hacía preguntas.
Costura, le dijo. Unir con hilo, hacer más ropa.
Ella se rió. Las estupideces que una oía en cuando era extranjera. Lo dejó hablándole al aire e ingresó al mercado de Oplaca.
En las puertas un grupo de azules le revisó la mochila, asegurándose de que el cierre funcionara y la alarma no fuera a fallar, ni que hubiese cortes en el fondo. Siguiendo la tinta dejada por la temblorosa y enferma mano de  su madre en su brazo, tomó aquellas cosas que le pedía. Los objetos temblaban en sus manos, el desconocimiento era mucho. Cargó todo en la canasta roja del mercado y, rápidos, sus pasos la llevaron a las cajas, como le dijo su madre que sería. Se situó en la fila.
Y allá otra vez
- Tenés una familia- la voz del chico de la ropa unida- digo, no sos sólo vos, ¿Un marido quizá?
Pensaba que ya no le iba a pasar. Sabía que su físico aparentaba la edad del casamiento, pero también sabía que su voz no.
-Si me estás siguiendo, le diré a los azules.
-Como si a ellos realmente les preocupase- respondió su sonrisa. La fila avanzaba con demasiada lentitud. -Además no estoy acá siguiendote. Osea, sí estoy acá por vos, pero en realidad hago la fila por esto.
En su mano, un caramelo. Años habían pasado desde el último. Eran endemoniadamente caros, e inútiles.
Su turno, llegó por fin. La canasta roja, la chica revisándola.
Arroz, fideos, arroz, fideos. Pan.
- Quinientos gramos.
Abrió su mochila y esperó. En la caja continua un par discutían. El precio, injusto. El precio, justo. El encargado de la caja llama por fin a los azules, y entre gritos de injusticia se lo llevan arrastrándolo. Pensó ella en los hijos, si es que tenía, y en si ellos verían a sunpadre otra vez.
Se llenó su mochila y avanzó. Atrás el fideo compraba el caramelo. Se preguntó dónde habría dejado las mandarinas. Eran enormes y naranjas, difícil de ocultarlas, se las robarían.
-Cien gramos- escuchó a la encargada de caja, mientras lentamente se dirigía a la salida.
¡Cien gramos! Qué locura.
En la salida un azul metió lo que tenía en su canasta roja dentro de la mochila, separándolo del precio. Enganchó el collar de la mochila en su cuello y activó la alarma. Salió del mercado, y pudo respirar.
Dos pasos dio y el fideo le tomó el brazo.
- No te vayas sin esto- extendió su brazo, con el caramelo colgando de sus dedos. - no le digas a tu marido.
Y la sonrisa.
Tomó el caramelo, y a su costado algo raro.
Un hombre, buscando algo en sus bolsillos. No lo encontraba. Ella leyó en su cara qué haría. Se fijaría en su mochila. La abriría, pese a que estaba prohibido, pese a que la alarma sonaría y lo castigarían. Las mochilas no se abrían a menos que estuvieses en tu casa.
El hombre miró para los costados, ningún azul prestando atención.
<<No lo hagas. ¿Acaso no sabés para qué son las alarmas?>>
Pero ninguna alarma sonó. Fue un azul el que lo vio, prestando de pronto atención.
Cuando ya eran tres quiénes le pegaban, el fideo sonriente le pasó un brazo y le ocultó la vista. Se la llevó fuera de Oplaca y de su no-olor. Fuera de Oplaca y de los golpes.
Le habló durante todo el recorrido.
Era solo, pero con muchos amigos. 20 años de vida, sus padres muertos a los cuatro. Le gustaban las mandarinas. Cómo las que en ese momento llevaba en su mano, y que había ocultado bajo un perro muerto. Le gustaban los perros también, pero no los muertos.
Cuando el camino se bifurcaba él  se entristeció de tener que tomar distintas direcciones. Le dijo que su nombre era Geremías. Le pidió el suyo.
-Iris-.
Lo vio irse. En realidad, tenían que caminar por la misma dirección. Pero ella quería silencio.
Silencio para pensar. Pensar en un caramelo, en una sonrisa. En la ropa, que podía unirse. Para pensar en esa alarma y por qué no sonó.

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