Dieciséis años de vida cuando volvió a encontrarlo. Dieciséis años, dos de muerta su madre y sus hermanos por aquella infección. Dieciséis años y sus pechos erguidos, su piel curtida. Dos de pasar por la manos de hombres (y quizá algunas mujeres) para poder seguir pagando su vivienda. Porque no tenía ninguna otra aptitud más que un cuerpo "hermoso". Pero cómo podría ser hermoso, si no la dejaba ser otra cosa más que el recipiente de ajenos deseos. Seguir pagando esa vivienda demasiado grande para ella pero no para sus recuerdos. Porque pese a que las lágrimas no caían, su pecho apretaba con cada cama vacía.
Otro par de manos se desprendían de ella, dejándola por fin en paz. Mientras se erguía, tiraron sobre ella la mochila, para que recibiera la paga. Cada paso hacia la habitación de paga era un deseo de muerte. La alarma de la mochila activando la puerta de la habitación, no pudo traerla de vuelta. Depositó los desechos mecánicamente.
<Dos horas, doscientos gramos>
En cada puñado de desechos, alguna ilusión rota. Con la confirmación del visitante, cerró la mochila, activó la alarma. Cerró la habitación de paga y cerró su mente.
Otra vez sola, con su cabeza.
Y el no olor del mercado, que ya no la asustaba. Ella frente a las mandarinas siempre esperando ilusamente... quizá la casualidad. Porque como decía su madre, nunca se sabía.
En las cajas comprando arroz. Ya podía darse lujos, pero no le parecía justo, con tantos que ya no podían dárselos.
A la salida del mercado, mirando a los costados, esperando algún disturbio.
En bifurcación. Un par de lágrimas bajaron por su mentón.
Sus pasos detenidos. Una presión en su brazo. Miedo. Sorpresa. Ilusión. Incredibilidad.
Un caramelo, deslizándose por su mano.
Estaba igual, largo fideo, amarillo celeste. Pero ya no hablaba tanto.
-Tanto tiempo- y la penetró con sus lagunas- creciste mucho, sólo te pude reconocer por los ojos. Y por la mirada. Nunca vi a nadie con una mirada tan fría y calculadora. Pero ahora estás triste-.
Y él también tenía los ojos tristes. Sus ropas, distintas pero iguales, unidas. Cuando vió los puntos que las unían los sollozos no fueron controlables. Tanto tiempo.
No tenía sentido la forma en que llegaron a su casa, ni tenía sentido la forma en que quemaba. No tenía sentido como se desprendieron de todo; no tenía sentido la forma en que ardieron juntos. No tenía sentido que esa vez que fue la vez número 230 tocada por otra persona, se haya sentido como la primera vez, ni tenía sentido que su casa no le haya dolido en ningún momento.
No tenía sentido descansar en su pecho y no pensar en cómo el mundo putrefacto en que se había convertido la tierra con el avance del antiguo sistema que su madre llamaba capitalismo, rodeaba todo lo que eran. En ese momento el mundo era hermoso, y su piel florecía virgen, jamás acariciada.
No tenía sentido que a la mañana siguiera, y que no le tirara ninguna mochila encima, sacándose el peso de la culpa como todos hacían una vez que pagaban.
¿Qué sentido tenía nada, si ella descubría por fin el comienzo del mundo?
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