Día caluroso nublado porteño. Mujeres hermosas. Hombres, tranquilos. El doce salva de la sensación, pequeño trozo de cielo. Formo parte de la vidriera del bondi. Azu está a la venta, ¿Cuánto ofrecen? Cien, doscientos. Demasiado poco, pero te sonrío igual, me fascina cautivar. Y entonces la veo. La veo yo y nadie más la ve. La veo bailando su danza, danzando su baile multicolor. Llamando a sus compañeros a la reproducción, o pensando (sintiendo ya que mariposa, no humano), que poliniza alguno de los corazones de aquella musculosa tan desagradable. Nadie más la ve, pero yo la veo. Nadie más, ocupados en problemas que no lo son, felicidades que fingen serlo. Tal vez alguna que otra alma real, vagabunda pero ocupada. Nadie puede observar. Pero ella está ahí. ¿Será que está ahí realmente o dejará de existir una vez que aparte la mirada, cómo el arbol que no hace ruido?
Quizá la que deje de existir sea yo, cuando ella no me mire más.
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